El sobrepeso se define como un aumento mayor de lo normal del peso corporal en relación con la estatura. Se suele medir con el índice de Quételet o Indice de Masa Corporal (IMC), que es el peso en kilogramos dividido por el cuadrado de la estatura en metros (IMC = peso/estatura2). La obesidad se define como un porcentaje anormalmente elevado de grasa corporal. En los varones, la grasa corporal normal representa el 12-20 por ciento del peso corporal. En las mujeres normales, representa el 20-30 por ciento del peso corporal.
Los patrones de peso para una población dada pueden establecerse dividiendo una muestra grande de la población según la distribución normal de sus pesos en relación con sus alturas. La dificultad inherente a este planteamiento consiste en que se asume que los pesos medios son pesos sanos. Un enfoque alternativo para determinar los patrones de pesos sanos consiste en utilizar pesos corporales asociados con el menor riesgo global de enfermedad. En algunos estudios prospectivos, la menor tasa de mortalidad se asociaba con un IMC próximo a 22 (Manson et al., 1987; Garrison y Kannel, 1993).
Seguimiento longitudinal del peso. En varios estudios epidemiológicos se han examinado las condiciones del peso de varias poblaciones a lo largo del tiempo (Noppa y Hallstrom, 1981; Borkan et al., 1986; Williamson et al., 1990), y se ha visto un aumento progresivo del IMC en la mayoría de las poblaciones. Sin embargo, las condiciones del peso de un individuo desde la infancia y la niñez, pasando por la adolescencia, hasta la vida adulta sigue frecuentemente un camino desigual (Bradden et al., 1986; Charney et al., 1976; Khoury et al., 1983; Mossberg, 1989; Zack et al., 1979).
Algunos estudios (Garn et al., 1986; Johnston y Mack, 1978; Melbin y Vuille, 1976), basándose en las. condiciones de peso de la infancia o de la adolescencia, han calculado el riesgo relativo de que al llegar a la edad adulta se esté en la categoría superior de peso. Cuando se compararon los jóvenes de menor peso con los más pesados, éstos tenían 1,6-2,5 más posibilidades de que al llegar a adultos tuvieran sobrepeso. Sin embargo, la investigación de los Estudios Longitudinales de Harvard sobre Salud y Desarrollo Infantil realizada durante 50 años descubrió que el IMC de las mujeres durante la niñez no tenía prácticamente ninguna relación con su IMC cuando alcanzaban la edad mediana (Casey et al., 1992). Había mayor correlación entre los IMC de las mujeres en la adolescencia y los de las mujeres de 50 años, aunque seguía siendo baja. El hecho de que no se pudiera demostrar el efecto del sobrepeso en la adolescencia sobre la mortalidad de las mujeres adultas puede deberse a esta baja correlación. Por otra parte, en los hombres la correlación entre el IMC de la niñez o de la adolescencia y el IMC a los 50 años era mayor, pero la continuación del peso de la niñez y de la adolescencia en la vida adulta sigue siendo de un orden bajo (Borkan et al., 1986).
Los niños de las familias en que uno o los dos progenitores tienen sobrepeso corren mayor riesgo de ser adultos obesos. Si estos niños son considerablemente obesos durante los años escolares, puede ser aconsejable un programa de prevención. Así, llevar a cabo una vigilancia continua en los niños y adolescentes puede ayudar a identificar a los que están expuestos a este riesgo, y se les puede ayudar mediante un servicio preventivo.
Riesgos de la salud relacionados con la obesidad
El sobrepeso y la distribución de las grasas son útiles para hacer pronósticos sobre la mortalidad prematura y los riesgos de contraer enfermedades del corazón, hipertensión, diabetes mellitus no dependiente de insulina, enfermedades de la vesícula biliar y algunos tipos de cáncer. Sin embargo, si la grasa corporal fuera por sí sola el principal factor de riesgo relacionado con la mortalidad prematura, se podría concluir que las expectativas de vida de las mujeres obesas fuera más baja que la de los hombres obesos. Generalmente no sucede así, y ahora se reconoce que es la distribución de la grasa, fundamentalmente el aumento de la grasa abdominal y visceral, lo que sirve para hacer pronósticos sobre los riesgos de la salud relacionados con la obesidad. Por ejemplo, un aumento de más de 5 kg de peso en las mujeres durante su vida adulta puede comportar poco riesgo adicional, sobre todo si el peso que se añade se localiza en la región femoral. En la mayoría de los hombres, cualquier aumento de peso que se produzca después de los 20 años aumenta el riesgo, ya que esta grasa se deposita normalmente como grasa abdominal y visceral.
En los estudios epidemiológicos, se ha visto que la relación entre los datos del IMC y los riesgos de contraer una determinada enfermedad sigue una línea curva, que se describe normalmente como curva en J o en U. Ello indica que la mortalidad y la morbilidad tienden a aumentar a medida que el IMC toma valores superiores a 25 o cae por debajo de 18,5.
Las estadísticas de los seguros de vida de los Estados Unidos muestran que el exceso de peso está relacionado con el aumento de las tasas de mortalidad. Basándose en los datos de 1979 (Society of Actuaries and Association of Life Insurance and Medical Directors of America, 1980), se observa que a un peso corporal que se encuentra un 10 por ciento por encima del peso medio corresponde un aumento del 11 por ciento de exceso de mortalidad en los hombres, y del 7 por ciento en las mujeres. Si el peso corporal se encuentra un 20 por ciento por encima de la media, el exceso de mortalidad aumenta al 20 por ciento en los hombres y al 10 por ciento en las mujeres. Por el contrario, las tasas mínimas de mortalidad, tanto para hombres como para mujeres, se presentan en aquellos individuos que se encuentran aproximadamente un 10 por ciento por debajo del peso medio.
Se han publicado más de seis estudios que muestran que la adiposidad central se relaciona directamente con el aumento de la mortalidad, así como con el riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares, diabetes mellitus y ataques cardíacos (Lapidus et al., 1984; Larsson et al., 1984; Donahue et al., 1987; Ducimetiere, Richard y Cambien, 1986; Stokes, Garrison y Kannel, 1985). Entre los quintiles superiores de grasa corporal central, el riesgo relativo de infarto de miocardio era 8,2 veces superior al del quintil más bajo. En el caso de los ataques cardíacos y de la mortalidad en general, el riesgo relativo era 3,8 y 2,8 veces superior en las personas del quintil superior en comparación con las del quintil más bajo.
Perder y ganar peso, los llamados ciclos de peso, también puede ser peligroso. Los datos del Estudio de la Compañía de Gas y Electricidad de Chicago (Hamm, Shekelle y Stamler, 1989) mostraron que las personas que ganaban y perdían peso corrían un riesgo de muerte por enfermedades cardiovasculares significativamente mayor que el grupo de personas que no variaban de peso. Más recientemente, se utilizaron los datos del estudio Framingham para mostrar que a los cambios sensibles de peso correspondía una mayor probabilidad de mortalidad (Lissner et al., 1991). Se insta a interpretar con cautela los datos relativos a los ciclos de peso como causa de cambios perjudiciales.
La obesidad puede modificar algunos mecanismos intermedios como la función cardíaca, o el metabolismo de los lípidos o de la glucosa, para provocar la muerte o enfermedades. Sin embargo, incluso cuando el sobrepeso severo aumenta generalmente el riesgo de muerte, especialmente de muerte repentina, en muchos estudios no puede considerarse como una variable independiente. Existen dos problemas principales que afectan a la interpretación de los estudios en lo que se refiere a la obesidad como factor independiente (Manson et al., 1987). En primer lugar, muchos estudios no pueden separar los fumadores de los no fumadores. Puesto que los fumadores constituyen un grupo con tendencia a tener menores pesos corporales y mayores tasas de mortalidad, incluirlos en un estudio de población influye sobre las tasas de mortalidad y confunde la asignación de efectos al propio peso corporal. En segundo lugar, la mortalidad temprana puede tergiversar la interpretación de la influencia del nivel de peso en las expectativas de vida. Por ejemplo, las personas que han perdido o están perdiendo peso en el momento de la encuesta inicial pueden morir, y esto acentúa desmesuradamente el efecto de bajo peso corporal como causa de mortalidad. El no haber podido identificar la obesidad como un factor de riesgo independiente ha hecho que muchos sugieran que carece de importancia.
Diabetes mellitus. Más del 90 por ciento de todos los diabéticos padecen una diabetes mellitus no dependiente de insulina (DMNDI). Por otra parte, el aumento excesivo de peso, así como el sobrepeso, son los principales factores nutricionales que aumentan el riesgo de desarrollar DMNDI. La importancia del peso corporal se demuestra por los bajos niveles de DMNDI existentes durante la Segunda Guerra Mundial y durante los períodos de hambruna. La DMNDI es prácticamente inexistente en individuos con un IMC igual o inferior a 20. Un IMC de 35 multiplica por 8 el riesgo de DMNDI en comparación con un IMC de 25.
Otros tipos de diabetes mellitus son la dependiente de insulina (DMDI), la diabetes de la gestación, y una forma muy poco común, la diabetes mellitus ligada a desnutrición. La DMDI es una enfermedad inmunológica que destruye las células productoras de insulina. Los pacientes con esta enfermedad requieren insulina para sobrevivir. Se desconoce la naturaleza del estímulo autoinmunitario que produce la destrucción pancreática. No se ha determinado el papel de la alimentación en el desarrollo de esta enfermedad.
El estudio de San Luis Valley en los Estados Unidos de América aportó algunos datos que apoyan la hipótesis de que una alimentación rica en grasas y baja en carbohidratos aumentaba el riesgo de contraer diabetes no dependiente de insulina (Marshall, Hamman y Baxter, 1991). Este estudio contenía análisis realizados con personas sin ninguna historia precedente de diabetes. Tras un ayuno de 24 horas se procedía a la prueba de tolerancia a la glucosa. Se observó que un consumo elevado de grasas comportaba un empeoramiento de la tolerancia a la glucosa, pero esto podría ser el resultado de un aumento de peso.
Otros datos proceden de grupos que habían cambiado sus regímenes alimentarios. Estos estudios sugieren que el aumento del consumo de grasas en la dieta y/o Ja adquisición de peso debida a esos aumentos, pueden constituir un factor desencadenante de la diabetes no dependiente de insulina. Los aborígenes australianos eran propensos a adquirir la enfermedad cuando cambiaban su forma de vida tradicional por un estilo de vida urbano (O'Dea, White y Sinclair, 1988). El ligero aumento de triglicéridos del plasma y el brusco aumento de los niveles de insulina concordaban con la resistencia a la insulina. Se vio que un grupo procedente de Bangladesh que había emigrado al Reino Unido presentaba bajas concentraciones de colesterol en el plasma, un aumento de la resistencia a la insulina y una incidencia de diabetes tres veces superior a la habitual, así como una elevada tasa de mortalidad y morbilidad por enfermedades coronarias del corazón (McKeigue et al., 1988). El deterioro de la tolerancia a los carbohidratos y los cambios de los patrones lipoproteicos de los indios Pima y de los habitantes del Cáucaso también subrayan los problemas de la alimentación moderna rica en grasas y de la obesidad (Swinburn et al., 1991).
Las diferencias étnicas en la respuesta frente al péptido C en relación con la respuesta frente a la insulina en las pruebas de tolerancia a la glucosa condujo a la conclusión provisional de que las grasas alimentarias tal vez intervienen en la determinación de la secreción de insulina y su eliminación en el hígado (Cruickshank et al., 1991). Sigue existiendo todavía más especulación que pruebas por lo que respecta a la relación entre el consumo de grasas y la diabetes no dependiente de insulina. Por ahora, la razón fundamental para modificar el consumo de grasas en la alimentación es la de reducir el riesgo de las enfermedades coronarias del corazón en los diabéticos.
Causas de obesidad
Equilibrio de nutrientes de los depósitos de grasa. La obesidad consiste en un fallo crónico de equilibrar la ingestión de nutrientes con su eliminación (oxidación) (Bray, York y Fisler, 1989). Hay varias causas de obesidad. En un extremo, la obesidad puede deberse simplemente a un exceso de consumo de alimentos (energía) en relación con los requisitos energéticos. En estos casos los factores hereditarios juegan un importante papel en la generación de la obesidad, que puede surgir incluso cuando la alimentación se compone principalmente de carbohidratos. En el extremo opuesto, están aquellos tipos de obesidad en los que la composición de la dieta, principalmente una elevada ingestión de grasas, es el eje central de la obesidad. Cualquiera dé estos tipos de obesidad puede controlarse modificando la alimentación, reduciendo el consumo de alimentos, o aumentando la oxidación de los nutrientes.
Si bien el balance energético global es fundamental en la obesidad, el concepto de balance de macronutrientes también puede resultar práctico para comprender los factores que afectan a los aumentos o pérdidas excesivas de peso. En un adulto normal, la ingestión diaria de energía alimentaria en forma de carbohidratos debe estar entre el 50 y el 100 por ciento de las reservas totales de carbohidratos del cuerpo. Por el contrario, la ingestión de proteínas debe ser ligeramente superior al 1 por ciento de las reservas totales, mientras que la ingestión de grasas debe ser considerablemente menor del 1 por ciento de las que se almacenan en el cuerpo. El metabolismo del glucógeno (forma de almacenar los carbohidratos) está finamente regulado, y dependiendo del equilibrio entre ingestión de carbohidratos y oxidación, pueden darse grandes fluctuaciones en los depósitos de los carbohidratos, incluso en períodos de tiempo cortos. Este no es el caso de las reservas de proteínas y de grasas, en las que se tarda mucho más tiempo en detectar cambios apreciables.
El proceso de regulación del equilibrio de nutrientes es complejo. El modelo de retroalimentación, por lo que respecta al equilibrio de nutrientes, se ha descrito como integrado por cuatro componentes (Bray, 1987). El primero es el «sistema controlado» que consiste en la ingestión, digestión, absorción, almacenamiento y metabolismo de los nutrientes de los alimentos. El segundo es el «controlador» localizado en el cerebro, el tercero consiste en las señales de retroalimentación que informan al controlador sobre el estado del sistema controlado y, por último, están los mecanismos que modulan la ingestión de nutrientes y la liberación de energía.
En general, existen mecanismos eficaces de retroalimentación y control para regular y equilibrar el consumo y el balance de los carbohidratos (Flatt, 1988). Es más difícil volverse obeso consumiendo alimentos muy ricos en carbohidratos que alimentándose con alimentos ricos en grasas, por varias razones. En primer lugar, la cantidad (volumen) de alimentos con alto contenido en carbohidratos/fibras requerida es mucho mayor que la que se necesita con una dieta rica en grasas. Segundo, la capacidad de almacenamiento de los carbohidratos es limitada. Tercero, las rutas bioquímicas de conversión de los carbohidratos en grasas son limitadas y energéticamente caras, y son virtualmente insignificantes en las condiciones alimentarias normales de los seres humanos. Por último, la ingestión de carbohidratos estimula la oxidación de los mismos, por lo que se mantiene el equilibrio de los carbohidratos una vez que se llenan los depósitos de glucógeno, proceso que también es estimulado por el consumo de carbohidratos.
También el equilibrio proteínico está bien regulado. Las reservas de proteínas aumentan gradualmente, y sólo en respuesta a otros estímulos que no sean el aumento de la ingestión de proteínas. La cantidad de proteínas que se consumen por encima de lo que se necesita para la construcción y reparación de los tejidos, así como para la formación de enzimas, se convierte en carbohidratos. Un balance positivo de proteínas puede contribuir también al balance general de energía, tal como sucede con el balance positivo de carbohidratos.
Un desequilibrio crónico entre ingestión y oxidación de grasas puede producir cambios en las reservas de grasas de los tejidos adiposos. Para evitar el almacenamiento de las grasas consumidas en exceso se requiere que las grasas alimentarias se oxiden. En los estudios clínicos, las tasas bajas de oxidación del nivel base predicen un aumento del peso corporal (Zurlo et al., 1990). Sólo cuando la oxidación de las grasas iguala a la ingestión de las mismas se puede conseguir un peso corporal estable.
Si bien la oxidación de los carbohidratos y de las proteínas varía según el nivel de proteínas y de carbohidratos consumidos, la oxidación de las grasas no se ve afectada por la ingestión de grasas, y la relación día a día entre balance e ingestión de grasas es precaria (Flatt, 1988). La oxidación de las grasas se relaciona más estrechamente con el balance energético (es decir, un balance energético negativo favorece la oxidación de las grasas) y también con el grado de grasa corporal (Schutz et al., 1992; Zurlo et al., 1990). Crear un balance energético negativo mediante el ejercicio o con restricciones en la dieta puede aumentar eficazmente la oxidación de las grasas, y también puede hacerse reduciendo el contenido en grasas de la alimentación. Sin embargo, a medida que se pierde peso también tiende a disminuir la oxidación de las grasas. Para evitar que una persona que ha perdido peso pueda volver a ganarlo, la ingestión de grasas debe reducirse a aproximadamente 20 g/día por cada 10 kg de grasa perdidos (Schutz et al., 1992).
Se registran grandes diferencias entre las personas en cuanto a su capacidad de aumentar la oxidación de las grasas después de empezar una alimentación rica en grasas (Zurlo et al., 1990). Si bien gran parte de estas diferencias son genéticas, el ejercicio físico puede incrementar la oxidación de los ácidos grasos por parte del músculo y reducir la tendencia a ganar peso. Por este motivo, una actividad física debería formar parte de cualquier programa de control de peso.
En algunos documentos se sostiene la existencia de una escasa relación directa entre la ingestión de grasas y el peso corporal (OMS, 1990; Romieu et al., 1988; Miller et al., 1990), en otros en cambio no. En muchos animales, una alimentación en que más del 30 por ciento de la energía procede de las grasas produce obesidad. Se ha visto que las mujeres que han disminuido el consumo de grasas han reducido el peso corporal, lo que aporta pruebas adicionales sobre la relación directa entre consumo de grasas y peso corporal. Sin embargo, en ensayos a más largo plazo el efecto ha sido pequeño, probablemente porque en los estudios a largo plazo no se logra respetar la dieta (Sheppard, Kristal y Kushi, 1991; Lissner et al., 1991; Lee-Han et al., 1988).
Densidad energética de la alimentación. Es comúnmente aceptado que la energía alimentaria por cada 100 gramos de comida, llamada densidad energética, aumenta a medida que aumenta el contenido de grasas. El resultado de los regímenes alimentarios de bajo consumo de grasas en los estudios a corto plazo ha sido el de la pérdida de peso. Sin embargo, en los ensayos a largo plazo, los regímenes de bajo contenido de grasas adoptados por mujeres premenopáusicas ha dado lugar al consumo de un 19 por ciento de energía alimentaria adicional para mantener el peso (Prewitt, 1991). Se desconoce la variación efectiva a largo plazo, porque en estos estudios se suministraban los alimentos directamente a las personas. En cambio, a las personas de vida libre, es necesario estimularlas y motivarlas para conseguir que mantengan un régimen de bajo contenido de grasas.
Teniendo en cuenta los datos disponibles, resulta claro que la obesidad es un problema crónico de muy difícil cura. Normalmente, con un tratamiento eficaz se consigue adelgazar; sin embargo, cuando termina el tratamiento es muy normal recuperar el peso. Esto concuerda con el curso de la mayoría de los problemas crónicos, e indica claramente que el mejor método para controlar la obesidad es la prevención.
Valores energéticos de las grasas
Los ácidos grasos son los componentes alimentarios que liberan la mayor cantidad de energía durante la oxidación de los lípidos. El glicerol, con el que están esterificados la mayoría de los ácidos grasos, es una molécula con tres átomos de carbono y tres de oxígeno. Aunque el glicerol constituye el 10 por ciento en peso de los triglicéridos, aporta sólo el 5 por ciento de su energía. Los ácidos grasos de los alimentos aportan el mayor valor energético con interés nutricional.
El factor tradicional para calcular el contenido de grasa de la alimentación es de 9 kcal (37,7 kj)/g, a diferencia de las 4 kcal (16,7 kj)/g de los carbohidratos y de las proteínas (FAO/OMS, 1978). Originariamente, estos fueron los valores propuestos por Atwater, y se basan en las cantidades de energía que se liberan cuando estos macronutrientes se oxidan metabólicamente, considerando una absorción intestinal incompleta.
Durante muchos decenios se ha empleado el factor 8,37 para convertir los gramos de grasas de los cereales, frutas y hortalizas en calorías (Merrill y Watt, 1955). La precisión de este número de tres dígitos carece de garantías, sobre todo teniendo en cuenta su origen.
A finales de siglo, Atwater propuso factores para estimar el valor energético de los nutrientes. El calor de combustión de los triglicéridos se empleó con extractos de varios alimentos, pero para los cereales, frutas y hortalizas el valor «supuesto o calculado» que se dio fue de 9,30 calorías por gramo. Merrill y Watt (1955) copiaron este dato de una tabla creada en 1900 por Atwater y Bryant. Merrill y Watt escribieron: «Para la grasa que se encuentra en los cereales y otras fuentes vegetales, Atwater consideró que la digestibilidad aparente era del 90 por ciento, y hemos seguido con esta teoría. Se supone por lo tanto que el factor energético de las grasas en los alimentos vegetales es de 8,37 calorías por gramo».
Como Atwater había utilizado un coeficiente de digestibilidad del 95 por ciento para la mantequilla, se aplicó también a las grasas separadas de origen vegetal. Así, el cálculo para las grasas y los aceites propiamente dichos era el 95 por ciento de 9,30 u 8,84 calorías por gramos. Estos factores se basan en una larga historia de suposiciones. Las correcciones relativas a la digestibilidad no son adecuadas para las grasas y aceites normalmente consumidos, y el factor de 9 para convertir gramos de todas las grasas alimenticias en calorías es el más adecuado y coherente.
Sucedáneos de las grasas
Los consejos relativos a la disminución del consumo de grasas y de energía han llevado a producir alimentos con menor contenido de grasas y a mejorar los sucedáneos de grasas. Existen dos enfoques principales respecto a la sustitución de las grasas alimentarias. El primero afecta a los carbohidratos hidratables y a las proteínas que producen sensación de grasa en la boca. El segundo es el de las sustancias sintéticas que no se absorben, con las propiedades físicas y la función técnica de las grasas en los alimentos.
Se pueden producir materiales proteicos y de carbohidratos que aglutinan hasta tres veces su peso en agua y que crean partículas que imitan la sensación gustativa de las grasas. Cuando el material hidratado reemplaza a las grasas en los alimentos, la reducción calórica es de 9 kcal/g a 1 ó 2 kcal/g. Los carbohidratos que se utilizan son almidones de bajo peso molecular, dextranos, maltodextranos, y gomas (como la goma xantana), las proteínas que sustituyen a las grasas proceden fundamentalmente de la leche y de la clara de huevo. Como estas sustancias no se han alterado químicamente, se digieren, absorben y metabolizan como nutrientes corrientes (Vanderveen y Glinsmann, 1992).
El otro grupo de sucedáneos de las grasas, que todavía no se ha comercializado, se produce por síntesis química a partir de una amplia gama de posibles estructuras con diferentes digestibilidades y efectos sobre la función gastrointestinal. Este tipo de sustancias sustituye a las grasas en una proporción de un gramo por cada gramo. La preocupación sobre algunas sustancias lipofílicas no absorbibles como los ésteres de ácidos grasos de los azúcares estriba en su efecto perjudicial en la absorción de los compuestos liposolubles, tanto vitaminas como fármacos. Por ejemplo, el uso prolongado de poliéster de sacarosa tuvo un efecto negativo en las reservas corporales de d-tocoferol (Jandacek, 1991). Se requieren evaluaciones individuales sobre la seguridad de cada tipo de sucedáneo de grasas de síntesis (Borzelleca, 1992; Vanderveen y Glinsmann, 1992).
Queda por investigar el valor de estos tipos de productos, ya sea para reducir el consumo total de energía, o como ayuda en el tratamiento o prevención de la obesidad, o para modificar un tipo de grasa alimentaria. La evaluación de los sucedáneos de grasas debe incluir los efectos en la alimentación total y la redistribución de los micro y macronutrientes (Rolls y Shide, 1992). Tal vez sea inadecuado extrapolar a partir de los estudios animales, ya que los seres humanos pueden elegir sustituciones a partir de una gran variedad de alimentos.
Se debe prestar especial atención al efecto de los sucedáneos de grasas en el consumo de micronutrientes, como las vitaminas A, D y E, ya que algunas grasas alimentarias son con frecuencia fuentes importantes de dichos nutrientes, y la cantidad de grasas alimentarias puede ser importante para la utilización de dichas sustancias.
Conclusiones
La obesidad y el exceso de grasa en las vísceras son condiciones que predisponen a las personas a padecer enfermedades crónicas. El exceso de grasa corporal es uno de los principales factores de riesgo de mortalidad y morbilidad en la mayoría de los países ricos, y cada vez más en los países en desarrollo.
En los animales, el consumo elevado de grasa en la alimentación está relacionado con el aumento de la obesidad. En los seres humanos, es clara la relación entre la tasa de consumo de grasas y la oxidación, pero la relación entre ingestión de grasas como proporción energética y obesidad no es sólida.
La prevención de la obesidad presupone la detección temprana, así como vigilancia, actividad física regular y, en los adultos, un modelo de consumo alimentario moderado.